De Manuel Escribano:
Y además, están los naturales. Tira del toro, se gira, deja la pierna adelantada, engancha con firmeza al animal y le cruje en un tremendo natural de mando, de poder, de hondura y de verdad; y después, con los mismos argumentos, otro. Oro puro.
José Ramón Márquez
¿Y qué se puede decir de lo de esta tarde en Sevilla? Pues, para resumir, que es la mejor tarde de toros que llevamos vista en lo que va de siglo XXI. Así, con un par. Y digo Tarde de Toros, como la película de Wajda, porque aquí se ha dado una completa tarde de un vigoroso espectáculo llamado ‘los toros’ en la que, empezando precisamente por el toro, ha habido de todo lo que uno busca en esas Plazas de Dios: valor, exposición, dudas, belleza, torería, hombría, toreo, toros...
Sin entrar en rodeos, para empezar, los toros. Siete toros de Miura, astigordos, cárdenos en diversas tonalidades, igual que los de Valencia en Fallas, de una presentación muy esmerada, acorde a la Plaza. Si acaso el que bajaba un poco en presentación fue el que se dio en sexto lugar. Los dos más miureños, de lo que comúnmente entendemos por miureños, fueron el primero y el cuarto bis, el lote de Rafaelillo; especialmente el cuarto bis parecía sacado de estampas antiguas, toro de hocico cuadrado, alto y largo, zancudo, desconfiado, listo, de una grave seriedad. Los cuatro restantes habrían hecho las delicias de Joaquín Vidal, que en sus crónicas le creó a Miura una leyenda de comportamiento que ahora, a los seis años de su desaparición, parece que empieza a hacerse realidad. Cuatro miuras de línea Vidal, pues, de los que el cuarto -el que echaron fuera por partirse un pitón- y el quinto eran dos gotas de agua, hasta la mancha blanca en el anca, y el segundo un ejemplar espléndido de toro de lidia, sin la gravedad ya reseñada del cuarto bis, pero con un cuajo y una hondura propia de un Catedrático de Derecho Penal.
A continuación, los toreros.
Rafaelillo, Escribano, Castaño
Rafaelillo pechó con dos toros a los que no habría dado un trapazo la mitad del escalafón. Al primero, Mascota, número 35, mal que bien, se le presentaba la muleta y la tomaba siempre a condición de que el torero se metiese en el terreno de toro; el torero no se fiaba de las intenciones del bicho y estaba, con muy buen criterio, yéndose de la suerte en el remate del muletazo, porque el animal estaba orientado. El bicho había anunciado, desde el saludo con el capote, que no estaba dispuesto a aceptar un solo muletazo por el pitón izquierdo y cuando Rafaelillo lo intentó se le vino como un tsunami en dos oleadas que le hicieron desistir. Siguió el trasteo con gran decisión y mucho valor y en ningún momento se fió del toro. Le recetó una estocada echándose fuera que bastó. Su segundo, Veleta, número 53, era la encarnación del Mal. A la impresionante presencia del bicho se unían sus más que claras intenciones de echarse a los lomos a su matador. Rafaelillo le plantea una pelea de poder a poder de gran emoción en la que le consigue robar, a base de exposición, de valor y de conocimiento, tres redondos que han sido tres monumentos al toreo eterno, al que se hace frente a los toros que provocan mucho, mucho miedo. Trasteo de macho el de Rafaelillo que a algunos les hizo evocar a aquel Manili, a sangre y fuego.
A Javier Castaño como no se ande con cuidado le van a colgar el mismo sambenito que a El Cid de que le tocan los mejores toros, como si las cuadrillas del uno y del otro no tuviesen nada que ver en ese asunto tan delicado. Javier Castaño lleva una cuadrilla sensacional en la que brilla la eficacia y la sobriedad de Marcos Galán con el capote y la torería y la verdad con los palos de David Adalid y de ese estupendo tercero que es Fernando Sánchez. Tras una brega esmeradísima de Galán, Adalid puso a la Plaza en pie con su primer par -por el derecho- en el que dejó llegar al toro dándole ventajas, y cuadró y clavó en la cara del bicho aguantando un fiero derrote del animal, Almendrero, número 34. El toro era de cante grande por lo emocionante de su embestida, pero también por su nobleza. Castaño le citó de largo para iniciar su faena en los medios, rectificando levemente su posición en el embroque, y resulta que esa fue la tónica de la faena, pues el torero no acababa de atacar al animal, de meterse en el terreno donde el muletazo cobra hondura, quedando la impresión de que el que torea es el toro. Lo mató al cuarto intento. A su segundo, Serón, número 37, de nuevo la grandiosa brega de Marcos Galán, que se cruzó la Plaza tirando del toro a una mano, como los grandes, un soberbio par de Adalid, pura sobriedad y salir andando, recuerdo de Manolillo de Valencia, y un gran par de Fernando Sánchez. El Serón tenía más que torear y a Castaño le costó echar a volar la faena, en la que hubo demasiados enganchones. Le enjaretó algunos buenos naturales pero el toro imponía respeto y el torero no acabó de fiarse. El conjunto de la labor de Castaño fue serio, pero tenía que haber brillado más, especialmente con su primero.
Manuel Escribano entró en este cartel sustituyendo a otro torero. Le habían hecho en esta Feria la jugarreta de quitarle de otra corrida también de las serias para meter a un enchufado, pero la suerte se le apareció en forma de Miura. Manuel Escribano lleva casi diez años de matador de toros y aún no ha confirmado en Madrid. Ignoro las corridas que pudo matar el año pasado, aunque supongo que bien pocas. Hoy ha traído a la Plaza de los Toros de Sevilla sus ganas, su ansia de no dejar pasar la ocasión que, de pronto, se la había aparecido. Hizo de todo, como esos chiquillos que te muestran todos sus juguetes, sus libros, sus cosas: se puso por dos veces a porta gayola, galleó llevando a sus dos toros al caballo, banderilleó sentado en el estribo, puso un par al violín quebrando, hizo la pedresina, las manoletinas... puso sobre el albero de Sevilla todo su alma, sus ganas de ser alguien, su rabia por ser torero y la Plaza se le entregó. Acaso cuando en uno de esos silencios de Sevilla, en las primeras series de la faena a su segundo, se arrancó la voz de un buen amigo desde el sol cantándole un fandango, la Plaza tomó de forma definitiva partido por Manuel Escribano y el público, que casi llenó la Plaza en esta última corrida de Feria, empujó al toro para que embistiese, aguantó junto a él la muleta y se tiró con el torero en la estocada, desprendida, tendida, con la que acabó con la vida de Datilero, número 31, toro con el que obtuvo el triunfo que le va a poner en funcionamiento. Y además, están los naturales. Tira del toro, se gira, deja la pierna adelantada, engancha con firmeza al animal y le cruje en un tremendo natural de mando, de poder, de hondura y de verdad; y después, con los mismos argumentos, otro. Oro puro.
En el ambiente de cuento de hadas que se creó durante la faena de Escribano al sexto no es de extrañar que, en el paroxismo, el público se pusiese a pedir hasta la vuelta al ruedo para el toro. Había que prolongar la magia a cualquier precio y la señora Presidenta del festejo no lo dudó.
A Escribano lo sacaron a hombros entre un grupo de sus buenos amigos y nadie entre el sensible público sevillano se acordó del pequeño detalle de pegarle una ovación al ganadero y de hacer salir a saludar al mayoral.
Y Moncholi (y sus coleguillas de cátedra) quería mandar esto de Miura al matadero.
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