"Pali, este toro me ha matado", fueron Ias últimas palabras de Yiyo antes de morir
Luis Martínez Morcillo
Colmenar Viejo / 31 de Agosto de 1985 / El País
Pali, éste me ha matado fueron las últimas palabras del torero José Cubero, Yiyo, instantes después de recibir la mortal cornada que el toro Burlero le asestó en el corazón. El Pali, uno de los peones de Yiyo, que entraba junto al matador a la enfermería, pudo oir las agónicas palabras del joven diestro. Yiyo, de 21 años de edad, nacido en Burdeos (Francia), pero criado en el barrio madrileño de Canillejas, murió ayer cuando terminaba la faena del sexto toro de la tarde del último festejo taurino que se celebraba en Colmenar Viejo (Madrid). Yiyo salía ya de la suerte de matar cuando el toro le empitonó por la espalda, atravesándole el corazón. Hace tan sólo 11 meses, Yiyo asistió como testigo de excepción a la muerte de Paquirri. En aquella ocasión, el joven diestro madrileño tuvo que rematar al toro Avispado, que acababa de herir de muerte al torero de Barbate. En Colmenar Viejo, la muerte de Yiyo fue fulminante. Entró muerto en la enfermería. Ante las peticiones del público, el presidente concedió al torero muerto las dos orejas de Burlero
El matador de toros José Cubero, Yiyo, toreaba ayer en Colmenar Viejo (Madrid) en sustitución de Curro Romero, que no pudo asistir debido a una lesión sufrida en Linares. Yiyo fue contratado para el festejo de ayer urgentemente en la madrugada del viernes. Fue el sexto toro de la tarde, Burlero, el que córneó gravísimamente al diestro, que murió casi instantáneamente.
Yiyo le había propinado ya al sexto toro una estocada, a la que había precedido un pinchazo. Al salir del encuentro, el torero se dirigió sonriente al estribo. La faena había sido muy completa y el público pedía, unánimemente, las orejas para el diestro. En ese momento, el toro se arrancó inesperadamente y levantó al torero del suelo por una pierna, para volver a levantarlo cuando se hallaba caído en el suelo. Fue, en ese momento cuando le metió el pitón por la axila izquierda y lo volvió a levantar, manteniéndolo sujeto unos escalofriantes segundos. Yiyo cayó de nuevo con trágica rigidez de muñeco y todos se dieron cuenta de que la cogida era gravísima, pues el torero movió espasmódicamente sus miembros y quedó inerte. El toro, seguidamente, rodó sin puntilla, como consecuencia de la estocada.El Pali, uno de los peones de la cuadrilla, corría por el callejón junto aYiyo, al que llevaban en volandas a la enfermería, cuando le oyó decir sus últimas palabras: "Pali, este toro me ha matado".
En esa angustiosa carrera por el callejón, Yiyo llevaba los ojos vueltos y apagados y una fuerte impresión recorrió los tendidos La celeridad en el traslado, la actitud del torero y las expresiones de sus compañeros parecían anunciar lo peor. Juan Cubero, hermano del matador, que va de banderillero en su cuadrilla, corría por fuera del callejón, al hilo de las tablas, sin apartar los ojos de su hermano en una expresión desolada.
Rabia y lágrimas
Antoñete arrojó el capote con rabia y se cubrió el rostro con la manos, y el matador de toros José Ortega Cano, que presenciaba la corrida, se abrió paso entre el público del tendido y se lanzó al callejón para correr detrás de los que transportaban a Yiyo. Todos estos signos llevaron al público la impresión de que el percance podía haber tenido fatales resultados. Tras unos segundos de estupor, los espectadores pidieron con insistencia las dos orejas para el diestro, que el presidente concedió. La cuadrilla no se hizo cargo de los trofeos, pues todos se hallaban en la enfermería y por los tendidos empezó a correr el rumor de que el torero había fallecido. José Luis Palomar, que completaba la terna de matadores, se dirigió a la enfermería llorando a lágrima viva. También iba llorando su cuadrilla, y Antoñete, apesadumbrado, se incorporó a sus compañeros.
La enfermería fue rodeada inmediatamente por numeroso público, que intercambiaba, nervioso y alterado, funestos presagios con noticias esperanzadoras. "Ha muerto, ha muerto", decían algunos."No, no, está muy grave, pero no ha muerto", respondían otros. Entre los que transmitían noticias optimistas se hallaba un hermano de Antoñete, que aseguraba que Yiyo estaba muy grave, pero que no había fallecido.
El torero había entrado prácticamente muerto en la enfermería, según el parte facultativo. En sus instalaciones el ambiente era de incredulidad ante lo ocurrido y los íntimos del diestro se abrazaban llorando y repetían, como sonámbulos, "no puede ser, no puede ser". El padre del diestro,que había presenciado la corrida, se encontraba materialmente deshecho, así como sus hermanos. El periodistaAntonio D. Olano trataba de consolar a los familiares, sin poder evitar las lágrimas. Uno de los más afectados era Juan Bellido, Chocolate, mozo de espadas del torero muerto, que lloraba inconsolable y se movía, aturdido, por entre los grupos que se arracimaban en la puerta de la enfermería.
La llegada del juez
En los alrededores de la plaza se congregó una multitud,de unas 2.000 personas, que comentaban las noticias que llegaban de la enfermería, todas confirmativas de la tragedia. La llegada del juez, que acudió a cumplir los requisitos legales de levantamiento del cadáver, fue el dato infalible que convenció a los más incrédulos a creer finalmente en la fatal noticia de la muerte del torero. A pesar de ello, la noticia era dificil de creer para muchos de los presentes.
El espectáculo había transcurrido con absoluta normalidad:
Yiyo había hecho una faena larga en el tercero, sin terminar de acoplarse con él, pues el toro era un manso que se iba suelto de las suertes. En el sexto, que embestía con casta, pero con nobleza, hizo una faena muy completa, con algunos muletazos espléndidos, aunque con la frialdad habitual en el infortunado torero.
Antoñete había dado la vuelta al ruedo en su primero, tras una faena muy de su estilo, en la que destacaron los pases de pecho y en el cuarto, un manso huido, lo hizo pasar por el pitón izquierdo después de unos tanteos sin confiarse.
José Luis Palomar se quitó de enmedio al tercero, que estaba inválido, e hizo una faena desigual en el quinto, del que se le concedió una oreja.
Cumplidos los trámites oficiales, el cadáver del torero fue sacado de la enfermería en una ambulancia. En ese momento, el gentío que aguardaba en los alrededores de la plaza prorrumpió en una emocionante ovación, como último adiós al diestro.
Los colmenareños quedaron fuertemente impresionados y permanecieron en el exterior del coso, después de partir la ambulancia, intercambiando impresiones y comentarios. Algunas mujeres lloraban.
La opinión general entre los congregados alrededor de la plaza era la de que se deberían suspender los festejos del pueblo. Esa misma noche ya quedaron suprimidos todos los previstos y se adoptó la decisión de que no sonara música alguna en los altavoces e instalaciones de la feria.
Por la mayoría de las calles del pueblo la gente se aproximaba a los automóviles que tenían la radio puesta y escuchaban en silencio y con rostros graves las informaciones de las distintas emisoras.