domingo, 11 de noviembre de 2012

BEATRIZ BADORREY... LOS TOROS: RITO, VALOR, TÉNICA Y ARTE.


El análisis de Beatriz Badorrey... Los Toros: 
rito, valor, técnica y arte

Por: Beatriz Badorrey***
Madrid, 09/11/2012.- Desde la antigüedad ha existido un culto al toro en todas las culturas ribereñas del Mediterráneo. Por ejemplo, en Creta, en el segundo milenio antes de Cristo, se practicaba un juego en el que jóvenes de ambos sexos de aspecto cortesano y cuidado, con una indumentaria muy ligera, a veces incluso desnudos, y siempre sin armas, realizaban una serie de saltos acrobáticos sobre el lomo del toro. La gesta consistía en tomar al toro por los cuernos en el momento de la acometida, saltar sobre la cabeza del animal hasta caer en el lomo, y desde allí brincar a la arena, donde eran recogidos por compañeros de juego que, según parece, estaban colocados en sitios determinados. Era un juego extremadamente difícil y peligroso.


Al parecer su origen pudo ser un antiguo rito religioso, en el que el toro representaría a la divinidad y los jóvenes son víctimas que se ofrecen en sacrificio, el que no lograba saltar sobre los cuernos del toro era la víctima del dios y el que lo conseguía quedaba libre. Con el tiempo evolucionó y el rito se convirtió en juego. Así pues, en un primer momento, las fiestas de toros se presentarían probablemente como actos de culto a la divinidad.

También en España, existió un antiguo y generalizado culto al toro. Apoya esta tesis los restos arqueológicos encontrados, como la estela de Clunia, relieve ibérico que representa a un guerrero armado de escudo y espada en actitud de hacer frente a un toro. Y también los testimonios de algunos cronistas griegos y romanos que, por ejemplo, al referirse a la religión de los pueblos que habitaban en el sur de España, afirman que en el mediodía de esta zona, se conocía el culto al toro, además de otros cultos solares y lunares.


La mayor parte de esos ritos se perdieron como consecuencia de la cristianización. Ya en la Edad Media surgen otros nuevos, muchos relacionados con el matrimonio y la fecundidad. 
Porque, también desde la antigüedad encontramos muy difundida por el Mediterráneo la concepción del toro como símbolo genésico o fecundador, asociado al elemento masculino –que es cambiante y activo- mientras que el elemento femenino –que permanece pasivo e inmutable- se asoció a la tierra. Lo cierto es que, al admitirse en la Península ese carácter fecundador del toro, surgieron una serie de ritos o prácticas.

Por ejemplo, una antigua costumbre consistía en llevar un toro hasta la habitación de la novia para que le rozara sus vestiduras, creyendo que de este modo recibiría su carácter genésico y, simbólicamente, quedaría fecundada.

Ahora bien, sin duda, el más conocido es el denominado rito del toro nupcial. Parece haberse originado hacia los siglos XII y XIII, y consistía en un modo peculiar de tratar al toro bravo. Se trataba ante todo de enfurecerle lanzándole diversas armas arrojadizas, como pequeñas banderillas o azagayas, para hacerle derramar sangre y recibir sus embestidas en las ropas de los presentes, especialmente en la capa del novio, quien de este modo, adquiría la virtud genésica del toro. Otros dos caracteres fundamentales de esta fiesta eran: que no tenía como finalidad la muerte del animal, y que el toro se lidiaba atado.


En otros casos nos encontramos con las denominadas corridas votivas, es decir, organizadas como voto y ofrenda en honor a los santos patrones o para celebrar cualquier acontecimiento feliz como el final de una plaga, de una sequía, etc. La práctica más habitual consistía en correr el toro o vaca, a menudo enmaromado, por algunas calles del pueblo o ciudad hasta conducirlo a un coso o plaza, generalmente la del Mercado. Allí el encierro se convertía en capea, porque los jóvenes desafiaban al animal burlando sus embestidas con el cuerpo, con una capa o un simple trozo de tela. Además se practicaban distintas suertes atléticas y acrobáticas, más o menos afortunadas. Por ejemplo, saltar sobre la testuz del toro y caer de pie, o agarrarlo por el pescuezo hasta derribarlo . Suertes que, en todo caso, no solían implicar la muerte del animal o, al menos, esta no era su finalidad. 

Como vemos, en ambos casos el rito se ha convertido ahora en un juego. Un juego con el toro que se difundió rápidamente por toda la Península, porque permitía a los jóvenes mostrar su valor y divertía al público asistente; ya que estos juegos provocaban numerosos golpes y revolcones que causaban gran hilaridad entre el público pero, al tratarse de toros generalmente enmaromados, no provocaban grandes desgracias. De manera que, ya en la baja Edad Media, los principales acontecimientos y fiestas locales, ya fueran civiles o religiosas, pasaron a celebrarse con corridas de toros. 

Pero no debemos olvidar que, junto a estas fiestas de toros populares, la nobleza desarrolló su propio espectáculo. A diferencia del anterior en estos festejos típicamente cortesanos el protagonista era el caballero, es decir el torero a caballo. La suerte suprema era la lanzada. Se ejecutaba desde el caballo y su finalidad era atravesar con la lanza el cerviguillo del toro, causándole la muerte en el acto. En estos espectáculos caballerescos también participó el pueblo, aunque de una manera muy limitaba. Generalmente, primero alanceaban los caballeros y después el público remataba al toro lanzándole dardos y venablos hasta matarlo. 

Además, solía suceder que al embestir el toro derribara al caballo, hiriéndolo o matándolo, entonces el caballero, según costumbre establecida, debía sacar su espada y, sin montar otro caballo, dar muerte al toro, siendo asistido en esta acción por hombres de a pie. 

Porque, aunque todavía no estaban fijadas las leyes de la lidia, sí se habían consolidado algunas prácticas, como por ejemplo la muerte del toro, que será la principal aportación de este toreo caballeresco a las corridas modernas.


Con el tiempo, este tipo de festejos también se extendieron porque les permitía a los caballeros mostrar su valor, al tiempo que les servía como entrenamiento militar. Por ello, las principales conmemoraciones de la monarquía y la nobleza también se celebraron con corridas de toros. Se puede afirmar que, a finales de la Edad Media lo festivo quedó unido a lo taurino. No había fiesta, popular o cortesana, sin toros.

Las corridas de toros modernas aparecen como una síntesis de las dos modalidades medievales, es decir del toreo popular, vinculado a los ritos nupciales, y del caballeresco, concebido como espectáculo lúdico y entrenamiento militar. Del primero toma elementos tan importantes como la capa y las banderillas, mientras que el segundo aportará el episodio definitivo: la muerte del toro.

Ahora bien, no es fácil establecer cuando aparece perfilada la corrida moderna. Es decir, en qué momento preciso aquello que empezó siendo un juego de valor con el toro se transforma en espectáculo reglamentado. La mayoría de los estudiosos sitúan su nacimiento en el devenir del siglo XVIII, a medida que los caballeros se retiran de las plazas, y asumen el protagonismo de la lidia los hombres de a pie. Surgen entonces las primeras preceptivas, que le van dando forma definitiva al espectáculo, al tiempo que lo adaptan al gusto y expectativas del público de entonces.

En los últimos años del siglo XVIII (1796) aparece la que debe ser considerada como la primera de las grandes preceptivas taurinas de la corrida moderna, me refiero a laTauromaquia de Pepe-Hillo. La gran novedad de esta obra es que, fruto del racionalismo propio de la época, por primera vez viene a regular las suertes de la corrida moderna. Y lo hace sentando una premisa que ha permanecido casi inmutable a través de los tiempos: “Toda suerte en el toreo tiene sus reglas fijas que jamás fallan”.


De este modo ese espectáculo medieval concebido fundamentalmente como un juego entre el hombre y el toro, y basado exclusivamente en el valor, se convierte ahora en una técnica que tiene unos principios básicos inamovibles o Reglas.


Unos años después, en 1836, ve la luz la más famosa de las tauromaquias del siglo XIX, la que lleva por autor al célebre Francisco Montes Paquiro.


Se trata de la obra capital en el desarrollo de la formulación de la preceptiva taurina porque, aunque sigue el esquema de la de Pepe-Hillo, su desarrollo es original y más completo. Tras una introducción histórica que poco aporta de novedad, el núcleo central de la obra lo constituye la tauromaquia propiamente dicha, dividida en dos partes: El Arte de Torear a pie y El Arte de Torear a Caballo. Y se añade un tercer apartado muy interesente titulado Reforma del espectáculo, que puede considerarse como el primer estudio sistemático sobre el orden que debía seguir el espectáculo. Lo que hoy sería materia de un Reglamento Taurino.

Sin duda, una de las principales novedades de este texto es que, aunque la tauromaquia continúa siendo esencialmente defensiva, se introduce el concepto de lucimiento o de la suerte lucida, y el de lo bello. Por ejemplo, al hablar de la verónica señala: “es una suerte fácil y lucida”. Al describir la Navarra afirma que es la suerte más frecuente después de la verónica, pero añade: “es más bonita que aquella, aunque no tan susceptible de hacerse con todos los toros”. Al referirse a ciertos galleos dice: “Todos son sumamente bonitos, y se hacen con mucha frecuencia....”. Igualmente, cuando habla de ligar un pase con otro afirma: “Es sumamente bonito y de no poco mérito, pues son muy pocos los que saben recoger así los toros”.

Y respecto a la suerte de banderillas al recorte, apunta: “Este modo de banderillear es el más lucido, más bonito, más difícil, más expuesto, menos frecuente, y que se puede decir que es el non plus ultra de poner banderillas”. Con todo, sigue primando el concepto de eficacia y seguridad de la lidia sobre lo artístico.

Para el profesor González Troyano, en la tauromaquia de Montes puede situarse el verdadero inicio del toreo moderno . Lo cierto es que sus comentarios gozaron de una aceptación casi general y sirvieron de base para otras preceptivas posteriores que constituyen el germen del toreo moderno. Entre todas ellas, por su extensión y profundidad, destaca la de Corrales Mateos. Se publicó en la Habana en 1853 y tres años después en España bajo el título Los toros españoles. Tauromaquia completa.

Fue reeditada en 2002 con un valioso prólogo de Rafael Cabrera Bonet. Aunque basada, como todas, en la de Montes aporta una nueva visión de determinados lances y añade algunas suertes del toreo mejicano. Uno de los aspectos más interesantes es su visión del desarrollo de la tauromaquia. Afirma que, con el tiempo, la tauromaquia había ido evolucionando, suavizando el concepto de lucha sangrienta para convertirse en un espectáculo deleitable. Ya no era pues, la encarnizada lidia con un bruto irracional, sino que se iba convirtiendo en un espectáculo donde las reglas del arte permitían el lucimiento de los diestros y el disfrute de los espectadores. Por ello, al hablar de las condiciones que deben reunir los lidiadores introduce una importantísima: “Un amor al arte sin limites”, que describe así: “Sin amor a una profesión no puede haber verdadero entusiasmo, sin verdadero entusiasmo no se crea, no creándose tampoco se ha contribuido a los progresos del arte, y sin esto no puede legarse un nombre glorioso a la posteridad”.

Así pues las preceptivas de Pepe-Hillo, Montes y otras posteriores definieron los cánones de la tauromaquia actual. Por ello, como señaló Joaquín Vidal, se puede afirmar que las fiestas de toros, desde Cúchares y Pedro Romero dejaron de ser un mero juego de valor para transformarse en un juego trascendente, reglamentado y argumentado; en un espectáculo pleno que Joselito elevó a la categoría de ciencia y Belmonte a la de arte . Espectáculo pleno porque conserva reminiscencias de aquellos antiguos ritos que le dieron origen, el valor que constituía la base de los juegos medievales, la técnica que aportó el racionalismo, y el arte que permite el lucimiento de los lidiadores y el deleite del público.

Ese arte que todos hemos sentido alguna vez porque, como dijo el poeta Bergamín, se nos aparece como una música callada, la música callada del toreo. Quizá para nosotros es muy difícil explicar ese sentimiento, mejor lo han hecho otros poetas y escritores como Nicolás Fernández de Moratín, Azorín, Manuel Machado, Miguel de Unamuno, Pérez de Ayala, Gerardo Diego, Miguel Hernández, Federico García Lorca, el ya citado José Bergamín, Rafael Alberti, Fernando Villalón, Vicente Alexandre, Dámaso Alonso, Manuel Altolaguirre, Serafín Ávarez Quintero, José María de Cossío, Rafael Duyos, Agustín de Foxá, Gloria Fuertes, Jorge Guillén, José Hierro, León Felipe, Eugenio D’0rs, Juan Luis Panero, Blas de Otero, José María Pemán, Pedro Salinas, y tantos otros.
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Beatriz Badorrey*** es Profesora de Historia del Derecho de la U.N.E.D y forma parte de la Directiva del Círculo Taurino Amigos de la Dinastía Bienvenida.

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