martes, 13 de noviembre de 2012

EL OCASO DE LOS DIOSES.


Juan Belmonte
 /Fotografía de Julio Derrey, Madrid 1926/

A Belmonte le impresionó mucho la muerte de Rafael El Gallo, su amigo del alma, en mayo de 1.960. El Gallo murió en una cama en medio de dolores y delirios. “A mí no van a verme así”

EL OCASO DE LOS DIOSES 

Domingo Delgado de la Cámara.
Madrid, 12/11/2012.-El pasado ocho de Abril se cumplieron cincuenta años del suicidio de Juan Belmonte. Se lleva medio siglo especulando sobre las causas de su decisión. Los fanáticos del toreo, dijeron que Belmonte se quitó la vida para igualar a su rival Joselito. Juan no podía morir en la cama; tenía que morir en circunstancias trágicas, como su adversario. Era la única forma de quedar a la misma altura que José en el Olimpo del Toreo. Cuenta Bollaín que había oído decir a Juan que José le había ganado la partida cayendo heroicamente en Talavera. Y dicen que Juan reapareció dos veces para encontrarse con un destino que se mostró esquivo. Y que ya próximo a cumplir setenta años, no quiso aplazar más su encuentro con la Vieja Señora y con la inmortalidad. 

Los románticos, que quieren que el Universo entero gire en torno al amor, dijeron que Juan se desesperó ante las negativas que le daba una bella jovencita. Los freudianos, auténtica legión, que quieren que el mundo todo viva únicamente para el sexo, han dicho que la desesperación de Belmonte se debió a que ya no podía levantar “la garrocha de abajo”, y que en estas tristes circunstancias, era mejor quitarse de en medio. 

Sin embargo, las razones que impulsaron a Juan para descerrajarse un tiro, fueron mucho más prosaicas. Juan, el necrófilo, el patético, era en realidad un bon vivant, un degustador de la vida. Y era un hipocondríaco a quien preocupaba su salud. Él, que había padecido tantísimas cornadas, cuando se hizo mayor le preocupaban sus achaques. Se llevó un gran susto cuando un día escupió sangre. Rápidamente fue a la consulta de su hermano Rafael, que inmediatamente, lo tranquilizó. Pero, no contento con el veredicto, visitó a otros médicos de Sevilla y de Madrid. Todos coincidieron: era una hernia de hiato sin más importancia. A pesar de lo molesta que era y a pesar de los esputos sangrientos, no era nada grave. Pero Belmonte no lo creyó. Pensó que se había tejido una conspiración de amigos para engañarlo y no decirle la verdad. Pensó que no querían preocuparle ante una dolencia irreversible. 

A Belmonte le impresionó mucho la muerte de Rafael El Gallo, su amigo del alma, en mayo de 1.960. El Gallo murió en una cama en medio de dolores y delirios. “A mí no van a verme así”, comentó Juan cuando salió de ver a Rafael. Belmonte era un hombre con un tremendo sentido de la dignidad y temía que le vieran en aquél estado. Creyendo que tenía lo que no tenía, se fue al notario Bollaín, arregló su fabulosa herencia, se fue a su finca Gómez Cárdena, acosó unas becerras y sentado debajo del cuadro de Zuloaga, se descerrajó un tiro en la sien con una pistola que había comprado en su primer viaje a México en 1.913. 

Siempre que pienso en la escena de Belmonte muerto, con un hilillo de sangre cayendo por su sien y la pistola todavía humeante, restalla en mi cabeza “El ocaso de los dioses” de Wagner. Sin duda se trataba de la muerte de un Dios. De un Dios que quiso disponer de su destino. En aquella época un suicidio era algo muy grave, así que los medios de comunicación ocultaron la verdad diciendo que había muerto accidentalmente cuando limpiaba un arma que se disparó fortuitamente. Monseñor Bueno Monreal, arzobispo de Sevilla, ofició las exequias. Y Juan, desde hace cincuenta años está en el cementerio de San Fernando, junto a su admirado Joselito. 

Pero ¿quién fue Belmonte en realidad, y que ha supuesto para el toreo la existencia de Belmonte? Conviene formularse de nuevo estas preguntas, porque los grandes personajes de la Historia, y Belmonte es uno de ellos, terminan siendo patéticos monigotes caricaturescos. Es tal la hojarasca de tópicos, que al final sólo tenemos una visión deformada y falsa del personaje. Sus exegetas y el excelente libro de Chaves Nogales han contribuido de tal forma al mito de Belmonte, que hicieron imposible un acercamiento sensato al personaje. 

Sin ningún atisbo de irreverencia ni blasfemia en mi intención, al comparar el Toreo con el Cristianismo, vemos que existen personajes paralelos. Existe una Santísima Trinidad taurina indiscutible: Joselito fue Dios Padre, el mejor torero de todos los tiempos, el más poderoso, el más completo; Belmonte fue el Espíritu Santo. “Para torear olvídate que tienes cuerpo”, “El Toreo es una fuerza del espíritu”. Estos dos comentarios de Juan sintetizan muy bien lo que él representó. Belmonte es el gran esteta. “A partir de mí, el toreo es una cuestión de estilo”, pues, efectivamente, Belmonte introduce la preocupación por el estilo. Su revolución más que técnica fue artística. A partir de Juan o se hace el toreo con arte, ergo con estética, o el toreo no es nada. El tercer componente de la Santísima Trinidad es Manolete, el que impondrá definitivamente y para los restos la quietud intuída por Belmonte. Manolete, naturalmente, es el paralelo de Jesucristo, con una vida que acabó también en martirio. 

En esta historia también hay un Luzbel, un ángel caído: Chicuelo, el torero puente entre José y Juan, por un lado, y Manolete por el otro. La desigualdad y poco valor de Chicuelo le expulsaron del paraíso, siendo como fue el primero en torear quieto en redondo. No importó: Manolete lo vió e impuso definitivamente ese toreo. 

A pesar del cerrilismo de muchos de sus exegetas, Belmonte no es el único creador del toreo moderno. En realidad el toreo moderno es una obra colectiva que se fue fraguando con las aportaciones de muchos toreros. Pero Belmonte fue quien por primera vez abrió la puerta, quien por primera vez puso el pie en un mundo desconocido. Tiene el mérito del pionero, como Cristóbal Colón o Neil Amstrong. Los escarceos de El Espartero y Antonio Montes fueron tan breves y terminaron tan trágicamente, que no quitan a Juan un ápice de su mérito. 

Curiosamente, la gran aportación técnica de Belmonte pasó desapercibida para sus biógrafos. Se hartaron de hablar de la quietud del Pasmo, sin darse cuenta de que antes había sucedido otra cosa. Sin que nadie se diese cuenta, Belmonte había descubierto el pitón contrario, auténtica piedra angular y razón de ser del toreo belmontino. El irse al pitón contrario era lo que le permitía ligar las verónicas y la media o el natural con el de pecho. Sin embargo, el ligar los muletazos en redondo o el bajar la mano, son aportaciones técnicas de primer orden, que no se deben a Belmonte. La ligazón en redondo se debe a Joselito y Chicuelo, mientras el bajar la mano es cosa de los seguidores de Belmonte, pero no de él. Será Manolete quien, con un estilo muy personal, aúne todos estos elementos, haciendo todos los días faenas tal y como hoy las concebimos. 

Juan lo que hace es cambiar para siempre el código de valores del toreo. De una lucha sórdida se pasa a un arte frágil y sublime. Belmonte metió el toreo en las Bellas Artes. Con él la tauromaquia pasó de ser una fiesta a ser un espectáculo. Con él la Fiesta entró en la modernidad. Con él cambió para siempre la estética del toreo. Con dos movimientos tan simples como adelantar la pierna contraria y sacar el pecho, varió para siempre el código estético de la tauromaquia. Su revolución estética se convirtió en paradigma del clasicismo en muy poco tiempo, en cuanto surgieron toreros componiendo la figura como hacía él. Y todavía esas formas de pata p´adelante y pecho fuera, son la quintaesencia del clasicismo. Todos los toreros tenidos por artistas han ido a beber de ese pozo. Y así el toreo dio un giro copernicano, y el toro también. Desde ahora se criaba el toro para el arte, no para la lucha. 

Una bonita forma de envenenar una tertulia sería preguntando si con todos estos cambios no comenzaba la decadencia de la fiesta... Cuando se ha ignorado el riesgo y la emoción, sacrificándolo todo en el altar del arte, el toreo muchas veces ha sido una pantomima. Pero no. De la degeneración de la Fiesta no puede acusarse a Belmonte. Los adulteradores fueron especuladores que llegaron mucho después. Y adulteración entre comillas, porque en cuanto sale un TORO, las cosas automáticamente, se ponen en su sitio. 

Pero ante todo, Belmonte fue un héroe. Siempre me ha conmovido su heroica lucha. Y esa lucha titánica fue lo que primero admiraron todos aquellos locos geniales de la generación del 98. En estos últimos años nos hemos hartado de escuchar ditirambos sobre un torero que, salvo en momentos puntuales, no ha aceptado la responsabilidad de ser máxima figura del toreo. Este torero se ha negado por sistema a torear ante las cámaras de televisión; solo ha toreado toros de un determinado encaste; ha escogido un compañero por delante y otro por detrás, inofensivos a ser posible; sus temporadas han sido muy parcas en número de festejos... Tan huidiza conducta, contrasta con la del Pasmo de Triana. 

Un muchacho con una técnica precaria al que revolcaban los toros diariamente, se levantaba sin siquiera mirarse, y llegaba a torear ochenta, noventa, cien festejos en un año. Cosa meritoria teniendo en cuenta la precariedad de los medios de transporte de la época. Toreaba todas las ganaderías del momento, matando muchos miuras, con los que obtuvo grandes éxitos. Y aquellos toros no eran como los de ahora, que casi siempre se dejan torear. Eran fieras mansas y resabiadas que casi nunca se dejaban torear. Con Joselito llegó a torear la friolera de 257 tardes, teniendo en cuenta que solamente coincidieron en cinco temporadas completas, José y Juan toreaban juntos una media de cincuenta tardes al año. Torearon juntos innumerables veces en Madrid, Sevilla, Bilbao... Y debía ser muy duro aguantar el tirón de un torero tan superdotado y poderoso como Joselito. José bañaba a Juan casi diariamente, Juan aguantaba el baño estoicamente y sin una mala cara, pero cuando salía un toro bravo y noble, entonces Juan acababa con el cuadro y se hablaba de su faena durante meses. Más que una competencia, fue una noble y leal colaboración. Juan aprendió de José el sentido de la lidia y la técnica del toreo, de la que acabó siendo consumado maestro. Y José se dio cuenta que Juan era imbatible porque no era un torero convencional, su reino no era de este mundo. 

El paso del tiempo ha hecho que ahora se toree con más técnica y limpieza que hace un siglo. Todo se estiliza y perfecciona. Pero aquellos tiempos no han tenido parangón después, porque nunca se vio dos toreros de tanta entrega profesional como entonces. Además, uno era el mejor torero que vieron los tiempos, y otro el gran artista revolucionario. La Edad de Oro es inconmovible, y permanece en la Historia como ejemplo inigualado. En ella José era el Maestro, Belmonte era el héroe. Un héroe wagneriano. Sin duda, Belmonte es en el toreo lo mismo que Wagner en la música: el mismo dramatismo, la misma grandiosidad, la misma trascendencia... 

Ya retirado Belmonte, decía que estaba muy orgulloso de su época heroica, mientras que sus dos reapariciones no le interesaban nada. La depuración artística de sus últimas temporadas le traía al fresco. Coincido totalmente con él. No se puede comparar al Belmonte heroico con el Belmonte burgués. Se han dicho muchas majaderías sobre Belmonte como ser humano. Belmonte no era un loco, ni un lunático, ni nada por el estilo. Fue un hombre extraordinariamente inteligente, capaz de tratar con la misma naturalidad a intelectuales y pastores. En eso consiste la auténtica clase. Un hombre modesto y sensato, que nunca se le subió la fama a la cabeza ni se creyó los halagos. Un hombre bueno que hizo muchas obras de caridad y socorrió a mucha gente sin que nadie se enterase, que es como debe hacerse. Y un hombre sin vanidad, por encima de las mezquindades y estupideces de este perro mundo. Han pasado cincuenta años de su muerte y sigue vivo, porque en cuanto surge la conversación taurina, su recuerdo es inevitable. Eso debe ser la inmortalidad. 

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