martes, 3 de enero de 2012


Aquilino Sánchez Nodal -   Desde su llegada a Madrid, la familia Sánchez Povedano sufrió lo indecible hasta que la fortuna, siempre esquiva con algunas personas y con sus vaivenes, puso en su camino al señor Manolo, que al poco tiempo de que a Salvador lo tomara a sus órdenes, se le hacía la boca agua viendo lo garboso, trabajador y espabilao que era el muchacho. Salvador había adquirido un gracejo natural de andaluz “amadrileñao”.

- ¡Vaya niño ... vente conmigo a tomar unas copas en armonía!.

En aquel café, justamente aquella mañana, conoció Salvaor a un torero de verdad, Regatero que era torero de renombre en Madrid, cabal y dispuesto para tomar la alternativa en la plaza de la Capital. Regatero era matador con dicción de orador político que disertaba desde el fondo del establecimiento con parquedad, perfección, chulería y “hechuras” toreras. Miraba con desdén a los que entraban por el otro extremo del local. Cabezas de toros, carteles y banderillas de adorno cuelgan de las paredes. Toda la afición y los sueños de la infancia se le vinieron encima. El señor Manolo le saca de sus pensamientos con grave vozarrón:

- ¡Niño!, ¿es que “tas” quedao estanislao?.

- Estoy pensando, que a usté, que tanto le gustan los toros, ¿cuándo me va

a llevar a ver una corrida?.

En eso quedó la cosa. El señor Manolo le llevaba con él a conocer el barrio del arrabal, la parte “manola” que llega desde la plaza Mayor hasta el río Manzanares. Las lavanderas reían y cantaban. Las sábanas y demás ropa lavada prendían de las cuerdas de los tendederos o sobre los cardos secos. Un olor a húmedo, a acacia vieja y a jabón de aceite y sosa le hacían olvidar los malos momentos pasados en Granada. Juntos fueron a merenderos de la ribera que estaban dispuestos con mesas al raso y tapias de cañizo en donde se celebraban, bailes, verbenas y charanas populares. Chicos y chicas de su edad se juntaban al atardecer para distraer el hambre y sentirse vivos, jóvenes y libres. Eran riempos convulsos y difíciles como estos.

Una muchacha madrileña, menuda, morena que alborotaba y reía más que nadie se prenda del chico de la señá Sebastiana. Sus amigas la cantan:

- ¡ La Paca “sa” enamoriscao del Negro!.

Desde aquel día, Salvador “El Negro” se sintió el hombre más feliz de la Tierra. Dejó al señor Manolo solo en sus tertulias, con sus copas de vino y se dedicó a acompañar a Paca por la Ribera de Curtidores hasta el centro de la Villa en donde vivía la muchacha.

Paseaba con Paca absorto, como si el mundo se hubiera parado al

instante de verla y a cada paso que caminaban cogidos de la mano

Por aquel tiempo, Frasco, su hermano, estaba comenzando la carrera taurina. Gracias a los conocimientos del señor Manolo y sus amigos, participaba en capeas y tentaderos de vacas. A la señá Sebastiana ni mú, no la consultaban su opinión ni querían que supiera de las andanzas del maletilla. Era un secreto entre los dos hermanos.

Una mañana Salvador se encuentra con que Frasquito no se había

Levantado. Debería haber ido a trabajar hacía varias horas. Al interesarse por el suceso y verlo tirado sobre la cama y desmejorado le pregunta:

- ¿Has tenido alguna pelea?.

- Yo solo me pego con los toros; ¡ panoli, que no te enteras de ná !. La

paliza me la ha dado un morlaco en una capea de Móstoles. ¡Que sorpresa, su hermano Frasquito, era torero de verdad!.

“Lo primero es lo primero”. Esta frase la repetiría más de una vez en su vida. Comenzó por no volver a ver a Paca, con todo el dolor de su alma. Se propuso actuar en una capea en la que toreara su hermano Francisco – Que ya le llamaban desde carros, remolques y balcones, “Frascuelo”. Algunos días dejaba que Salvador le acompañara cuando actuaba en pueblos cercanos a Madrid. Una noche, cuando andando volvían a casa Salvador le dice inespeadamente a Francisco:

- El domingo que viene me echo al ruedo.-

- ¿Te gusta la cosa?.- Pregunta el hermano.

- Como gustarme ... no sé. Pero visto así, de cerca, me he dao cuenta de

lo mucho que se pué hacer a un toro.

Chinchón, catedral del toreo para los “maletas”. Desde los remolques y

carros examinaba el futuro que podrían tener los maletillas que acudían en multitud para torear en sus fiestas.

Salvador no perdía ojo. Dejó pasar unos interminables minutos ... Nadie salía a recibir al torete que corría sin parar.

-¡ Esta es la mía ¡ - se dijo “El Negro”. Y salta a la arena. El toro

resabiaó por estar toreado otras veces, en cuanto lo vió se arranca a toda velocidad.

¡ Ayyyyyy! Un grito y Salvador en el piso echando sangre por la espalda. ¡Menos mal que no hizo por él”. Quedó de bruces en la arena. El público aplaudía. Unas manos le recogen, lo levantan y lo muestran a los tendidos. Los aficionados no paraban de gritar y aplaudir hasta que la autoridad llegó gritando:

- ¡ Fuera Bárbaros ¡… ¡Llevarlo al hospital!. Nadie rechistó. Las

ovaciones no cesaban mientras sacaban a Salvador de la plaza mal herido. Una corná de una vez, fuerte y en mal sitio.

El hospital de campaña resultó ser una casa particular de uno de los

improvisados camilleros, el Tío Tamayo. Gente conocida y marido de la estanquera del pueblo. A falta de vendas, el tío Tamayo, echó mano del baúl de las sábanas y le dijo al médico del pueblo que había sido llamado y llegaba sin resuello

- ¡ Corte usté por aquí ¡

En la larga permanencia de Salvador en casa de los Tamayos, conoce a un hombre extraño y reservado: Juan Mota, quien entrega dinero a la familia Tamayo por los gastos médicos ocasionados y su hospedaje. Era un desconocido para el muchacho que había quedado sorprendido con la valentía y el arrojo demostrado por aquel maletilla.

Juan Mota, banderillero profesional, se definía como “aficionao”, con

esta palabra estaba todo dicho. Un aficionado en España es hombre que no se afana más que por los toros, que entiende de toros, que protege a torerillos, que bebe manzanilla, que hace “pupila” y que habla en andaluz, aunque, sea vasco.

Su hermano Francisco, ya colocado de banderillero en la cuadrilla de

Cayetano Sanz, figura de Madrid, matador triunfador de alternativa y muy solicitado en las plazas de toros de toda España encauzaba su camino de torero al primer “Frascuelo”

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