"...Porque no hay toros sin emoción y sin riesgo. Porque la vida es riesgo, y porque en el ruedo contemplamos lo que es también la lidia diaria de nuestra existencia, con nuestras pasiones, nuestros temores, nuestros terrores y nuestros miedos. Una corrida es una apuesta en la que toro y torero se debaten entre la vida y la muerte..."
Ramón Serrera Contreras
Los toros y el tiempo
Por Antonio Lorca
Hace unos días, se presentó en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla el libro 'Toreros y Derecho', del que es autor el profesor Luis Hurtado, especialista en Derecho del Trabajo. La obra es un estudio del régimen jurídico de las profesiones taurinas, en el que quedan de manfiesto lagunas importantes que competen a la política y al legislador. El presentador fue José Rodríguez de la Borbolla, expresidente de la Junta de Andalucía, también profesor de Derecho, y buen aficionado. Ambos estuvieron acompañados por Ramón Serrera Contreras, catedrático de Historia de la Universidad de Sevilla, gran melómano y amante del buen toreo, que emocionó a la concurrencia con unas sentidas reflexiones sobre el tiempo, la música, el ritmo y su relación con la tauromaquia.'La música sin emoción, -dijo-. es ruido, y lo mismo ocurre en los toros'.
Sus palabras calaron en mi ánimo, y me atreví a pedirle permiso para transcribirlas en este blog y compartir los sentimientos que un aficionado puede llegar a sentir ante la visión del arte del toreo. He aquí la intervención del profesor Serrera Contreras, que él mismo titulaba 'Los toros y el tiempo'.
'Es muy difícil definir siempre lo que es una corrida de toros y el propio mundo del toro. ¿Es una fiesta?, ¿Un rito?, ¿Un espectáculo?, ¿Un combate público entre la inteligencia y el arte frente a la fuerza bruta? Es todo eso, pero mucho más. ¿Y que es, a su vez, el toreo? Lo supo expresar una vez muy certeramente el maestro Corrochano:
‘¿Qué es torear?’, se preguntaba. ‘Yo no lo sé’, respondió, ‘porque creía que Joselito lo sabía y lo mató un toro”.
Porque no hay toros sin emoción y sin riesgo. Porque la vida es riesgo, y porque en el ruedo contemplamos lo que es también la lidia diaria de nuestra existencia, con nuestras pasiones, nuestros temores, nuestros terrores y nuestros miedos. Una corrida es una apuesta en la que toro y torero se debaten entre la vida y la muerte. Es este su componente trágico. Pero una corrida de toros es también, -o debe ser-, ante todo y sobre todo, una exaltación y un monumento vivo al Arte, con mayúscula. Un arte que está marcado por la medida, por el ritmo y por el tiempo.
Porque los toros tienen muchos paralelismos con la música, y la corrida con un concierto. Las pausas y los silencios forman parte de la esencia misma del desarrollo de la lidia y también de la lectura de un pentagrama. Es el valor supremo del silencio. Siempre se ha dicho, -y yo lo subscribo-, que la música, sin emoción, es ruido. Y lo mismo acontece en nuestra fiesta. Sin emoción no hay toros, entendiendo por ese término, -según los sabios académicos-, la “alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática”. Y eso yo lo he podido sentir en una plaza.
El hombre somete a la bestia con sabiduría, inteligencia, arte y técnica, intentando alcanzar una medida y un equilibrio en el desarrollo de las distintas suertes de la faena. Por eso, todo debe estar marcado por la medida y por el ritmo. Es muy importante mantener en las distintas series el ritmo y controlar el tiempo; mejor dicho, los tiempos, que no son los que marcan las agujas del reloj de la plaza. Los pases que integran cada tanda deben tener -como las notas en el pentagrama- secuencia y ritmo.
Yo empecé a comprender al gran filósofo Emmanuel Kant en una plaza de toros, cuando él definió el tiempo como una forma a priori de la sensibilidad interna. Y el torero, a veces, detiene el tiempo, en unos lances o en un natural. ¿Es un problema de recorrido? ¿Es que el toro embiste más pausado? ¿Es el temple el que consigue imponer ese lento y cadencioso pasar unos pitones siguiendo el engaño? ¿O es esa magia incontrolable que a veces brota y en la que todos sentimos que se detiene el reloj de nuestra sensibilidad de artistas que todos los espectadores en el fondo anhelamos y llevamos dentro? Es como un beso. ¿Se puede medir acaso la duración de un beso?
Porque si en el toreo se quiebra la cadencia y el ritmo, se rompe también el tiempo, se rompe la faena, se pierde la magia, y ya es muy difícil recuperar la emoción perdida. Ni aunque lo intentemos. Es el misterio y la magia de la vida. En música se habla de rubato para hacer referencia a la alteración de los tiempos del compás acelerando o retardando la ejecución de unas notas. Ello provoca, -el gran mago fue Chopin-, una suspensión del tiempo y una contención en el alma que generan tensión interior y la lógica emoción en nuestro espíritu. Por ello, a veces se logra detener las manecillas del reloj de nuestro corazón. El tiempo, entonces, deja de correr en nuestro deseo de paralizar ese instante o de inmortalizar ese lance en las más hondas y sensibles fibras de nuestra memoria de aficionado. Y es entonces cuando el toro, con la majestuosa lentitud de su entrega, logra transportarnos a la más sublime expresión del dominio del hombre sobre la fiera, de la razón sobre la fuerza. Y después de presenciar este milagro, todo se va, todo pasa y solo queda la recreación de la magia en el libro siempre sensible de nuestros recuerdos'.
Ahí queda eso. Ni que decir tiene que el público asistente se quedó boquiabierto, acostumbrado como está a la imperante vulgaridad que, con tanta frecuencia, se sufre en una plaza de toros. La fiesta, a la vista está, es algo más. Y que no decaiga...
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