domingo, 2 de diciembre de 2012

EL VIEJO TORERO EN EL AUTOBUS.


EL VIEJO TORERO EN EL AUTOBUS 

Jesús Cuesta Arana 
Pintor y escultor 
Era la hora punta en Sevilla. Las calles a tente bonete. El calor espantaba hasta el espíritu de las moscas. El mes de agosto se presentó bravo. En el autobús que moría en la Encarnación se colgó el no hay billetes. En una de las paradas se subió un anciano feble; de buen porte –un pincel–; traje clarito de verano y sombrero de paja fina para acompañar. Uno sabía quién era aquel hombre entrado en años –92 primaveras en el cuerpo–. Iba como era costumbre a su tertulia del Pasaje de las Delicias, entre las calles Sierpes y Tetuán. Tuve ocasión de asistir de estorbo, en varias ocasiones, a aquel cónclave de viejos y sabios aficionados entre los cuales estaba José María Calderón, asesor de la Maestranza e hijo –de igual nombre– del célebre peón de confianza y descubridor de Juan Belmonte. El sol pintaba chiribitas en el aire. 

Tras un breve trayecto del autobús, una señora se apercibió del hombre de edad y le invitó o le cedió su asiento. La joven mujer insistía y el hombre nanay, no cedía. 

–Yo siempre le dejo el sitio a las señoras– arguyó el anciano. 

–Pero...¿ no ve usted que es bastante mayor y ha trabajado bastante? 

– ¡ No he trabajado en mi vida! ¡Los artistas no trabajan; se expresan! 

–Será usted rico… –mientras se daba aire con un pai-pai de propaganda. 

–Lo fui buena mujer…Lo fui. 

Se hizo un silencio entre los dos. En breve tiempo el viejo se apea en la Plaza Nueva. Y antes de bajar se dirige a la guapetona mujer. 

–Le agradezco su fina amabilidad. Gracias y suerte. 

–Tenga usted cuidado; no se vaya a caer. 


–No se preocupe señora. Mi vida siempre estuvo en la cuerda floja. Estoy acostumbrado a recibir muchos golpes y caídas. Aunque nunca se sabe donde se juega uno el pellejo.

La beldad de pelo azabache y vestido rameado, al ver enfilar al viejo hacia la embocadura de la calle Tetuán le comenta a otra mujer vecina de asiento: 

–Ya sé lo que ha sido ése hombre en la vida…¡ equilibrista de circo no hay más que verlo! 

Se equivocó la hermosa mujer –con su punto agareno–.O mejor dicho: se equivocó a medias. Aquel viejecito de apariencia frágil era nada más y nada menos que Luís Fuentes Bejarano, patriarca de los toreros, que iba haciendo el paseíllo camino de su acostumbrada tertulia del pasaje de las Delicias. Torero que sintió y vivió el pitón de cerca hasta el último suspiro. Tanto la vida del torero como la del equilibrista pende de un hilo. (Belmonte confesó que una de sus grandes admiraciones era Robledillo, un equilibrista del circo). Entre cuerno y cuerno del toro hay un hilo muy sutil e invisible que el torero tiene que sortear cada tarde. Un hilo siempre a punto de romper en tragedia. Cualquier fallo o cualquier duda o cualquier mal viento ante el pitón, pueden resultar en una caída mortal. 

De modo que, la buena señora del autobús –por intuición–, vio a las claras que aquel menudito anciano se había pasado casi la vida entera jugando con la muerte. 

Por la calle adelante iba marchoso el viejo torero olvidado, a pesar de tener una calle con su nombre en Sevilla. Y ser uno de las puntales en la llamada Edad de Plata del Toreo, en los años treinta. Balanceaba el sombrero en la mano con aire de montera. Corriendo de la soledad iba al arrimo de sus postreros amigos, para darle pan a la memoria. En el rincón fresquito de la tertulia, de cada día, había un jazmín donde en una ramita Fuentes Bejarano colgaba su sombrero blanco. Un día se despidió en un alarde superrealista, como queriendo conjugar la constelación realidad y sueño: 

–Señores, hasta mañana si esta noche no me mata los cuernos de la luna. 

Un día 25 de abril de 1999, la primavera se volvió triste, cambió la alegría del pasodoble por la queja honda de la toná o la saeta. El temido toro del tiempo: ese que había que lidiar cada día, le dio al torero madrileño-sevillano la cornada fatal. Tenía 97 años. Suspendido en el aire quedó la historia de un hombre, injustamente olvidado, que cruzó muchas tardes el hilo dramático de cada toro. Y que jugó en serio con la muerte que un día le llegó, sola, sin los tres avisos siquiera. Se fue para siempre al imposible uno de los mejores estoqueadores del Toreo y su historia. Y el que mejor lució por la calle la capa española. 

Luis Fuentes Bejarano, el torero que en la terrible geografía del terror de las capeas, ante un morlaco mil veces toreado, después de una voltereta, espoleado por los gárrulos de las talanqueras, se fue otra vez ante el hilo de los espantosos pitones gritando: 


– ¡ Toro, hijoputa, me matarás una vez; pero nunca dos veces! 

Así se las gastaba aquel venerable viejecito del autobús. De presencia casi transparente, que no claudicó ni a última hora por la furia callada del tiempo.





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