El Faraón de Camas cumple 80 años
Francisco Romero López -Curro Romero, que empezó trabajando en una farmacia, es hoy una leyenda viva del toreo
Antonio Lorca / El País.-
Francisco Romero López -Curro Romero para los anales del arte taurino y El Faraón de Camas para la leyenda- cumple hoy, 1 de diciembre, ochenta años. Vio la luz en el otoño tardío de 1933 en el seno de una familia humilde; se hizo torero, afloró en sus maneras una personalidad inédita, se convirtió en una figura controvertida e inimitable, arrastró multitudes, creó sin pretenderlo una secta -el currismo- de fervorosos seguidores; hizo del fracaso su mayor éxito y fue el autor de algunas de las tardes más inolvidables que han quedado para siempre en la historia de la tauromaquia. Se retiró en silencio y entre la sorpresa general el 22 de octubre de 2000 al término de un festival benéfico celebrado en el pueblo sevillano de La Algaba, y, desde entonces, pasea su porte de artista entre su profunda timidez y esa forzada sonrisa que han sido santo y seña de su larga vida torera.
Es académico de número de la Academia de Bellas Artes Santa Isabel de Hungría, Medalla de las Bellas Artes del Ministerio de Cultura, Medalla de Andalucía e Hijo Adoptivo de la ciudad de Sevilla; pero Curro Romero es, por encima de todo, una de las referencias más sobresalientes del arte del toreo del siglo XX. Fue el torero de Sevilla por antonomasia; torero de Madrid por derecho propio, y el emblema de la lidia transformada en una caricia gracias a la magia de un torero tocado por la gracia.
Todo había comenzado en Camas, localidad cercana a Sevilla. Curro conoció las estrecheces económicas, aprendió las cuatro reglas y, siendo aún un niño, empezó a trabajar en un cortijo, primero, y en una farmacia, después.
Pero pronto cambió la bata blanca por el vestido de torear. Se presentó con caballos en la Maestranza en la primavera de 1957. Toma la alternativa el 18 de marzo de 1959 en Valencia, y un mes más tarde, el 19 de abril hace el paseíllo como matador de toros en la plaza de Sevilla y le corta las dos orejas a un toro de Peralta. Comenzó entonces un idilio largo y sentido, pues Curro estuvo presente desde entonces en todas las ferias de abril hasta el año de su retirada. Ahí se fraguó una historia de maravillosos encuentros artísticos y muchas tardes de negros nubarrones que irradiaron a todo el orbe taurino.
Y nació la leyenda. Mientras el currismo se asentaba sobre fuertes pilares, el artista desgranaba su sensibilidad con capote y muleta. Sublime es su creación del lance a la verónica, con un capote de pequeñas dimensiones, acariciado con las yemas de los dedos, que imanta e hipnotiza a los toros, los mece en los vuelos y compone un cuadro final que estalla en alboroto.
Muleta en mano, Curro fue la gracia y la naturalidad, y así, en esa extraña mezcla de ortodoxia e imaginación, se fue entronizando como el Faraón de Camas, el torero venerado por los amantes de un arte tan singular.
Cinco veces traspasó a hombros la Puerta del Príncipe de Sevilla; siete llegó a vislumbrar en volandas la madrileña calle de Alcalá, sufrió graves cornadas, concedió alternativas a todos aquellos que rezaban para hacer realidad su sueño, y erigido en ‘sumo sacerdote’ del toreo, con 66 años a cuestas, dijo adiós una tarde de octubre del año 2000. Pero no se fue porque le fallaran las fuerzas o se marchitara su ilusión; se fue por un desencuentro con el nuevo empresario de Sevilla -el hijo de su amigo Diodoro Canorea-, y convencido de que se había roto el cordón umbilical con su plaza.
Hace ya trece años de aquello; y ahí sigue el artista, con ochenta cumplidos, con su porte singular, tan tímido como siempre y con esa forzada sonrisa que no pueden ocultar que es y seguirá siendo un referente del arte del toreo.
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